Queridos amigos. Este verano el periódico EL CORREO publicó un relato de verano, en el que mi registro sale del margen estricto del crimen y el misterio. Os lo dejo aquí por si os apetece leerlo.
Las personas que viajan solas siempre han suscitado mi curiosidad. Me inquietan. ¿Por qué lo hacen? ¿No tienen con quién compartir su tiempo libre? ¿Han llegado, quizás, a un nivel de equilibrio personal que se lo permite y que a mí, maldita sea, se me escapa?
Recuerdo aquél verano en Bahía Silencio. Ella también viajaba sola, o eso parecía: iba todos los días a la playa, y eso que el acceso para bajar por los acantilados era complicado. Yo tenía sólo diecisiete años, y mis amigos y yo jugábamos a imaginar quién era.
—Joder Santi, preséntate y ya está. Le dices, «oye guapa, que me llamo Santiago, que veo que estás solita, y que yo te enseño Asturias y lo que tú me pidas.»
—Qué mamones sois —había contestado yo, riendo, viendo que Lucas y mis otros dos colegas se desternillaban de risa sobre sus toallas —además, seguro que no sabe ni español —concluí, cobarde, mirándola. No, desde luego no parecía asturiana, y menos con aquella piel tan blanca; el cabello rubio, la figura estilizada y alta, tan elegante con su sobrio bañador negro. Las chicas que yo conocía iban todas con biquinis de colores a la playa, y no tenían ese aire de cervatillo desvalido que, sin embargo, te tumbaba con sólo una mirada. Debía de tener más o menos mi edad, pero su forma de moverse y de contemplar el paisaje era diferente a la de las jovencitas que yo había conocido hasta entonces. Parecía llevar dentro un alma antigua, un gesto de suficiencia y sabiduría que me fascinaba.
—¿Y si es una famosa, que ha venido aquí a esconderse?
—Ya claro –había resoplado yo, irónico —famosísima, no te digo. ¿La has visto últimamente en la portada del HOLA?
Lucas había estrechado la mirada, sin hacerme caso y fingiendo concentración:
—Ya sé, la hija de un mafioso italiano, que está aquí escondido y la deja bajar a la playa para distraerse.
—Qué manía con que está escondida, joder. Además, ¿no ves lo blanquita que está? Debe venir de Noruega, o de Suecia, o de por ahí.
Lucas negaba con el gesto, contradiciéndome y sin apartar la mirada sobre ella, que debía estar a al menos cien metros de distancia.
—A lo mejor ha muerto toda su familia en un accidente y ha venido aquí para aislarse del mundo. ¿No ves qué raro es que esté ahí sola, todas las tardes? Y además, una tía tan guapa, que le tienen que sobrar amigos, coño.
—Claro hombre, o puede ser la asesina en serie más joven de todos los tiempos, que está aquí para probar la fabada. Que no tío, que no. Que tiene que tener familia o a algún amigo viviendo cerca, y ya está. ¿No ves que está siempre leyendo? A lo mejor está estudiando, ¿no lo habías pensado?
—¿Estudiando con música? —había replicado Lucas —Te recuerdo que la mini radio esa que lleva la tiene funcionando todo el rato.
—Anda, mira éste. Como si tú no estudiases con los Rolling de fondo.
—Es distinto. Yo cateo casi todo, y ésa no tiene pinta de suspender nada. Mira —insistió, mirándome con una malicia divertida —tú te acercas, como quien no quiere la cosa, y ya de entrada con el rabillo del ojo ves qué está leyendo, y así ya sabes si es o no española y de qué palo va.
—Claro hombre, me acerco silbando y me tropiezo encima, ya puestos.
—Coño, qué idea tan buena.
Ay, si llego a saber que aquella belleza rubia iba a estar sólo una semana en Playa Silencio, quizás me hubiese atrevido a decirle algo. Y eso que paseé los apenas quinientos metros de arenal más de cien veces, sólo por acercarme. Y eso que de arenal tenía poco, porque los jodidos cantos rodados me destrozaban los pies. No pude averiguar qué demonios leía, aunque sí comprendí que escuchaba la radio local: ¿entendería español? ¿La pondría sólo para que le hiciese compañía? Madre mía, qué guapísima era. El penúltimo día que la vi, hice una estupidez. Una de esas que van acompañadas de varias cervezas. Mis colegas ya querían marcharse, era sábado e íbamos a salir, lo normal; una sana intención de conocer y de hablar con chicas menos misteriosas y más terrenales, que no me hiciesen cabalgar el corazón con sólo mirarme.
—No tienes huevos —me retaban.
—¿Quién, yo? Buah. Pues claro que me atrevo.
Ella estaba tumbada boca abajo sobre una esterilla. Su lectura abierta y abandonada a su lado, y en la radio Bryan Adams, con su Have you ever loved a woman, qué adecuado. Caminé hasta ella despacio pero decidido, aunque mi valor decrecía según me aproximaba, en la proporción exacta: menos metros de distancia, mayor lucidez y sentido común. Debía de haber unas veinte personas en la playa, las suficientes para observar mis maniobras con curiosidad. Al menos, yo sentía que hasta las gaviotas debían de estar estudiando la jugada con un bol de palomitas entre plumas. Qué cabronas, juraría que hasta se habían alineado sobre los increíbles acantilados que nos rodeaban, sólo para mirarme hacer el gilipollas. Llegué a su lado sin hacer ruido, y eso que caminar sobre cantos rodados no juega a favor de la discreción precisamente. Me tumbé a su lado. Mis amigos ya ni siquiera se reían, alucinados y expectantes. Estuve allí un minuto, o dos. No lo sé, se me hizo larguísimo, incómodo, maravilloso y eterno. Ella olía a crema solar, a limpio. Por fin, se volvió para acomodarse sobre su esterilla y me vio. ¿Qué pensaría? Un chico allí, tumbado a su lado, fingiendo que seguía el hilo de la música y que vocalizaba la canción de Bryan Adams sin tener ni puta idea de inglés. Me atreví a mirarla a los ojos durante tres segundos. Si me los había imaginado azul celeste y cristalino, me había equivocado: mirada limpia, pero oscura como una corteza de roble. Al principio, pude ver su sorpresa con claridad, su asombro genuino. Después, una sonrisa de pura incredulidad. Se llevó las manos al rostro: dedos largos, delicados. Negó con el gesto, se tapó los ojos durante unos segundos, como meditando qué me iba a decir, qué iba a hacer. No le di tiempo: me levanté como un rayo y volví corriendo hasta donde estaban mis amigos, que me recibieron como a un héroe, muertos de risa.
Supongo que ella tuvo dos sorpresas: una, verme a su lado, y otra, abrir los ojos y comprobar que me había volatilizado. Si algo la inquietó, no lo dijo. Como si nada hubiese pasado, se incorporó y siguió leyendo. Pero escúchame, chica sin nombre de Bahía Silencio: yo sé que sonreías, y si no era con los labios era con la mirada. Un idiota como yo te había dicho miles de cosas con un solo gesto.
Nos fuimos al poco rato, dejándola allí, con el resto de bañistas de aquél rincón escondido de la costa. Al día siguiente, mis amigos no quisieron volver a la misma playa, prefirieron una menos apartada. Y yo, con mi manía de sentirme ridículo y absurdo yendo solo a ninguna parte, decidí ir con ellos. Pero antes, me acerqué con mi moto hasta el borde del acantilado. Joder, qué preciosa era Playa Silencio, pero aquella tarde sólo era especial porque la tenía a ella dentro. Allí estaba, tumbada con su libro, como si me estuviese esperando. Claro que eso es lo que pensaba yo, porque ella bien podía estar feliz por no tenerme cerca. ¿Qué habría sucedido si yo hubiese bajado aquella tarde a Playa Silencio? ¿Habría hablado conmigo? ¿O se habría roto entonces el encanto? Cuando no sabes quién está realmente al otro lado, es más fácil fantasear y enamorarse de una posibilidad, de una imagen idealizada y perfecta. Lo cierto es que no volví a verla, y que nunca supe quién era, ni por qué estaba allí, pero sí sé que compartimos un momento absurdo, mágico y adolescente, que la hizo sonreír.
Ahora con veinte años más, sigo siendo el mismo gilipollas, pero la vida me ha rozado por dentro, dándome un poco más de sabiduría: ante el ahora o nunca, escojo casi siempre lo primero. No es que esta elección no me haya supuesto algún que otro problema, pero al menos no sufro el arrepentimiento del cobarde la mañana siguiente. Y ahora, a cientos de kilómetros de distancia y tanto tiempo después, vuelvo a encontrarme perdido ante una mujer, que me hace regresar a la magia, a la inseguridad y a la frescura de Bahía Silencio. La miro y me sorprende su naturalidad: unas sandalias, un vestido ligero y una cerveza derritiéndose sobre su mesa. Los treinta y cinco grados que hacen en Granada este verano sólo se suavizan con bebida helada y bajo el enramado vegetal que, como viñas de la Toscana, dan sombra a este patio interior del Hotel América, dentro del recinto de la Alhambra. Yo, que a estas alturas ya llevo dos relaciones fallidas encima, hoy me siento especialmente perdedor: invitado a la boda de un amigo, por primera vez viajo solo. Sé que cuando sepa estar bien por mí mismo las cosas irán mejor, pero joder, ¿cómo se hace eso? No soy un solitario, no soy tan majo como para querer estar siempre solo conmigo mismo. Encima la boda ha sido tan bonita, tan ajena a los protocolos clásicos, que he pensado que eso sólo puede suceder con un amor de verdad, uno de esos ante los que sonríes y saludas, muerto de envidia. Joder, la boda en el Parador de Granada tenía que haberles costado un pastizal.
—Pero Santi, ¿dónde vas?
—Al servicio, vuelvo ahora —mentí, con una sonrisa de oreja a oreja. No es que estuviese triste, me sentía bien. Por los novios, por el lugar, por el ambiente. Por ser todavía joven y tener la posibilidad, la potencial ocasión, de que me pasasen cosas buenas. Ya que estaba solo, decidí dar un paseo por el recinto. Para los Palacios Nazaríes necesitaba una entrada, pero para el de Carlos V no, así que me colé dentro de aquél edificio, que no pegaba nada con la Alhambra. Aquél patio interior circular, que parecía una plaza de toros… Carlos, coño, ¿en qué estabas pensando? ¿A quién se le ocurre? Y encima vas y no lo terminas… Continué paseando, pero el calor hacía que mi elegante camisa se me pegase al cuerpo. Anda, ¿y eso que es? Además del Parador, ¡había otro hotel dentro del recinto! Qué maravilla, «cerveza fresca y sangría», eso decía el cartel de la entrada. A la porra Carlos V. Entré en el Hotel América, que era incluso más pintoresco de lo que prometía por fuera. El patio interior estaba lleno de turistas, pero aún quedaba alguna mesa libre. Al principio no la vi, concentrado en buscar al camarero e identificar qué tipo de sitio era aquél: sillas de mimbre, de hierro forjado, mesas cubiertas de cerámicas de colores, paredes encaladas y con entramados de madera, con macetas colgantes cual patio cordobés.
—¿Qué va a ser?
—Una cerveza, por favor. La más fría que tenga.
Los gorriones se acercaban a las mesas, pellizcando migas de pan. Seguí el vuelo de uno de ellos, que terminó posándose en una mesa a sólo cinco metros de la mía. Así la descubrí: ella tomaba su cerveza de forma tranquila, relajada, satisfecha. Una mochila, una única bebida sobre la mesa, un mapa que consultaba de vez en cuando. No es que estuviese sola en aquél momento concreto, es que viajaba sola. Y otra vez esa sensación: ¿será que la audacia de los demás me molesta? Es como como cuando veo a una embaraza: percibo cierto milagro en equilibrio y su presencia me infunde respeto. ¿Cuál sería la historia de la joven del Hotel América? Tenía el pelo castaño y rizadísimo, el gesto dulce. Cruzamos las miradas, me avergoncé al instante e hice como que observaba al gorrión que se había posado sobre su mesa. Santi, por favor, contrólate. Ni siquiera estás borracho, y tampoco desesperado buscando amor. Bueno, un poco sí, pero joder que no se note. Mentalmente, practico frases de contacto: «Uf, qué calor, ¿eh?» «Vaya con estos gorriones…sí, por supuesto, soy amante de los animales.» Al instante, me imagino la reacción de ella: «Te lo advierto, llevo un bote de spray de pimienta en el bolso.» Y entonces, sabiendo que hago algo estúpido, que me pongo en evidencia sólo para intentar conocer a una chica que parece interesante, me atrevo: me acerco, la saludo, le explico que me he fugado de una boda y que me encantaría pasear por la Alhambra con ella. Y espero su respuesta pensando que este instante, este galope de corazón, vale la pena.